Aníbal Santiago
Delante de una valla de aluminio con grafitis negros trazados con resentimiento -alguna pandilla escribió un mensaje incomprensible-, un acordeonista toca con sus manos venosas Contrabando y Traición. A sus pies, en el asfalto quebrado de la Ciudad de México, brota un arbusto hidratado con el agua puerca de esta calle donde los autobuses Pullman de Morelos ensucian el corrido con el rencor de su escape.
El músico toca apretando la botonera y abre y cierra el fuelle de su acordeón Hohner, pero no alza la vista; nunca mira su entorno. Del señor solo vemos su gorra que dice “Michoacán” y los matorrales de pelos resecos sobre sus orejas. En realidad, este acordeonista solitario vino a vender: enfrente tiene saxofones, un tambor, una guitarra, un platillo, clavijas. Todo desordenado, aventado al piso sin coquetería. Son los bártulos de su esperanza para ganar unos pesos.
¿Y a su alrededor qué hay? El Bazar Músico Cultural Tasqueña, una cuadra que cada martes se llena de puestos de instrumentos musicales cubiertos por arrugadas lonas de colores, igualitas a las que usan los changarros fritangueros del vecino Metro Tasqueña, devastado laberinto de ambulantes, peseros y seres desamparados desde el que se esparcen miles de chilangos.
De gabardina misteriosa, el guitarrista Francisco Peisner observa al suelo como buscando un diamante: reposan pastillas para aterciopelar guitarras, slides para resonancias cálidas, cejillas para cambiar tonalidades. “La primera vez que vine, de 15 años, compré una pedalera de efectos. Cabrón –me dice -, llegué a casa y la pinche pedalera andaba mal. Regresé y la cambié por un bajo”.
-¿Vale la pena venir?
-Puedes venir cinco veces y no encuentras nada, y de repente aparece una joya: una guitarra vieja de 2 mil pesos y con un sonido precioso.
Sobre la calle Cerro del Músico –polvosa y árida-, desde hace cerca de tres décadas el bazar musical se instala junto al controvertido Sindicato Único de Trabajadores de la Música, y por si le faltara espíritu musical lo atienden músicos. La mayoría empobrecidos porque la pandemia hirió a un gremio que tocaba en cantinas, eventos (bodas, XV años, bautizos) y restaurantes que ante la falta de lana fueron prescindiendo de música en vivo.
Tempranito se van desplegando sobre el suelo los platillos Meinl que reflejan el sol del amanecer, las cuerdas para guitarra Cometa, las guitarras Eagle, las bocinas Peavey y millares de artefactos para que ritmo, melodía y armonía entren a tu sangre desde la puerta de tus oídos.
Los clientes oyen a los locatarios decir cosas así: “Ve qué chulada de guitarra artesanal Álvarez. A esta marca española la compró el laudero japonés Yairi: un genio”. Y si Yairi es un genio los vendedores de este tianguis hablan como sabios. Entre tantos artistas que aquí venden, compran, intercambian, ¿cuál es el master? Quizá Víctor García, tanguero y amante del color (camisa rosa, lentes rojos, gorra gris, playera blanca, chaleco negro y pantalón azul). Y lo más importante, multiusos.
-¿Qué tocas?
-Piano, acordeón, bajo, guitarra y chelo. Por ellos dejé a mis novias.
-¿Lo mejor que aquí has vendido?
-Un violín polaco del luthier Tomasz Kowalski por cinco mil dólares. Se lo llevó un tal Jesús que se lo dio a su hijo para que estudiara en Austria. Lo vio y dijo: “este mero”.
-¿Y este puesto qué significa para tu vida?
-Antes, un hobby porque tenía mucho trabajo. Tocaba en Las Carmelas de lunes a domingo de 21:30 a 5:30 am. Ahorita, si te dan dos días vas de gane. Te tratan mal y te pagan poco. Este mercado ya es mi modo de vida junto a la calle. Antes los músicos éramos enemigos de la calle; ahora la necesitamos. ¿Qué otra esperanza?-, dice.
Lo más ansiado por la gente: guitarras baras, teclados baras, violines baras. Todo barato porque los compradores suelen ser músicos callejeros. A cambio de unos pesos, quien sienta vocación musical empieza a labrar su camino en este mercado que hace picar la nariz de tanto motor de combustión interna que circula en la Campestre Churubusco, colonia musical pero que de campestre no tiene ni un gorrión moribundo.
No importa, la pueblan eruditos. Miremos con atención a un señor de melena blanca, Pedro Encinas, que estudia un puesto de vientos. Cuando le pido una entrevista señala algo con su índice y su mirada descarga un fuego feliz: “¡Permíteme, es un saxofón Armstrong! Caray, a donde voltees este mercado está lleno de maravillas”, me aclara. Ahora sí, el hombre al que de bebé lo atrapó la música en su natal Mexicali trae un recuerdo: “En mi carriola chocaba contra el piano que mi mamá estaba tocando”. Pedro ya roza los 80 años pero en los ‘60 era un adolescente que vino a sobrevivir al DF. Lo contrató de cocinero el rockstar Javier Bátiz. “Su ejecución me maravilló, y me enseñó guitarra hasta que me dejó requintear con él. De ahí, amigos siempre”.
-¿Y usted qué toca?
-Smooth Jazz en el restaurante El Malambo. La gente anda viendo su celular y no hay que tocar fuerte, ¡no vayas a interrumpirlos! Smooth Jazz, ni modo.
-¿Y no tiene una banda?
– Toqué en Cuatro y Medio, pero ya nada de eso. Ahora lo complemento con la calle: recorro todo (Paseo de la) Reforma; agarro unas banquitas y le doy al saxo, guitarra o teclado. Rock, blues, jazz, de todo. Solo no le entro al asqueroso reguetón.
-¿Y la gente se pone guapa, suelta una lanita?
– Mmm… Pues te graban con su celular pero de ahí a darte…
-¿Qué siente de haber tocado con Bátiz y ahora andar en la calle?
-Satisfacción. Los años te van acabando, te vas dejando, y yo no me dejo. Yo lucho-, dice.
Así que cuando descubras a Pedro en Paseo de la Reforma no lo grabes sin dejarle nada. No seas. Y en el mercado de Tasqueña echa un ojito al saxofón Armstrong. Si sigue ahí, vas a querer inflar tus pulmones para soltar en las calles de esta ciudad unos acordes melancólicos.